CRÓNICA

Vivir con una perra bipolar

Cada 21 de julio se conmemora el Día Mundial del Perro, con el objetivo de concientizar sobre la adopción responsable y el cuidado de estos seres tan especiales. En honor a esta fecha, instaurada en 2004 para celebrar a nuestros amigos de cuatro patas, quiero contarles mi historia con Nala, la perrita que vino a cambiar mi vida y mi relación con los animales para siempre.


Nala llegó a mi vida un 7 de febrero de 2019. Apenas tres meses antes había perdido a Jack y a La Gorda, los dos perros que me acompañaron durante toda mi vida. Fue uno de los años más difíciles que atravesé, porque para mí, ellos lo eran todo. Fue un duelo largo y doloroso que, aunque hoy los recuerdo con una sonrisa, todavía me duele.

Y entonces llegó Nala, para pintar de colores mis días. Desde el primer momento en que la vi en brazos de mi mamá, le prometí que la iba a cuidar siempre.

Al principio, todo parecía normal. Era una cachorra juguetona, mimosa, traviesa. Pero a los tres meses empezó a mostrar comportamientos que yo no podía entender: se robaba cosas y se ponía agresiva si intentaba sacárselas. Hasta que llegó la primera mordida. Y ahí me asusté. No entendía nada. ¿Qué estaba haciendo mal? Jamás me había pasado algo así con ningún animal.

Consulté con una veterinaria, que me recomendó ver a un etólogo. El primero que encontré se vendía como “el mejor del mundo”. Había trabajado en el exterior y adiestraba perros peligrosos. Yo, en ese momento, no entendía nada, así que confié. Pero con él, Nala empeoró. ¿Por qué? Porque usaba prácticas violentas: pasearla con un collar de ahorque, imponer límites desde el miedo, asustarla con bocinas. Según él, yo tenía que ser “la líder”. Pero para Nala, yo estaba siendo su enemiga.

Las agresividades empezaron a ser más fuertes y más frecuentes. Y entonces todos me dijeron que la regalara. Pero no. No me iba a dar por vencida.

Cuando Nala cumplió un año, conocí a Eri, de Etolog. Y con ella, todo empezó a encaminarse. Empecé a entender lo que Nala tenía y a aprender cómo debía tratarla. Descubrí que no era una perra “mala”, sino una perra que sufría. Que reaccionaba por miedo, no por maldad. Que tenía una condición compleja que, según la escuela francesa de etología, se conoce como la distimia del cocker dorado. Algo así como la bipolaridad en seres humanos.

Se trata de una afección neurológica caracterizada por cambios bruscos de ánimo: pasar de la tranquilidad a la agresividad o a la depresión profunda sin causas externas evidentes. Se la llama “distimia del cocker” porque fue identificada con más frecuencia en Cocker Spaniels, aunque puede aparecer en muchas otras razas.


Los síntomas frecuentes de este trastorno son:

  • Agresividad repentina y sin aviso
  • Posesividad extrema sobre objetos o personas
  • Cambios anímicos sin causa aparente
  • Tristeza profunda o comportamiento errático
  • “Dominancia” sin justificación lógica

Con un diagnóstico preciso y profesionales a la altura, todo empezó a tener sentido. Nala también fue diagnosticada con ansiedad y rasgos de sociopatía. Es decir, no puede ser manipulada como cualquier otro perro. Nadie la puede acariciar, excepto yo. Vive constantemente en un estado de alerta que requiere comprensión, límites y muchísima paciencia.

La distimia es real, tratable y requiere empatía, paciencia y conocimiento profesional. El tratamiento para este tipo de patologías incluye el acompañamiento de un/a etólogo/a, adiestramiento en positivo (sin gritos ni castigos), medicación y el uso de bozal en momentos clave donde el perro pueda llegar a morder.

Hoy Nala tiene siete años. Está muchísimo mejor. Ya no muerde sin aviso, ya no pelea por todo. Se volvió más compañera, más paciente, más obediente. Llegar hasta acá no fue fácil. Tuve que cambiar mis hábitos y adaptar mi rutina a ella. Aprendí a evitar cualquier situación que pudiera generar un conflicto. Por ejemplo, no puedo dejar nada tirado ni cerca de los bordes, porque si lo ve, se lo lleva.

Aprendí a leerla como a nadie. Sé exactamente qué va a hacer, cuándo y cómo. La conozco más de lo que me conozco a mí misma.

Todo lo que hace, lo aprendió con paciencia. Aprendió a ir a su cucha con una orden, y eso nos salva en muchas situaciones: si hay visitas, si está bloqueando el paso, si necesito que se calme. La cucha es su refugio, y también es nuestro acuerdo tácito. Si va a la cucha, hay premio.

Y aunque suene extraño, lo más difícil de tener una perra con trastorno bipolar no es tener una perra con trastorno bipolar. Es lograr que el resto del mundo entienda lo que eso significa. Que la respeten. Que entiendan que no pueden tratarla como a un perro cualquiera. Que no es un capricho. Que no es un chiste. Que es real.

Si estás pasando por una situación similar, mi mensaje más sincero es que no bajes los brazos. Acompañarte de profesionales con empatía y comprensión es clave. Aunque a veces el problema no tenga solución, sí tiene tratamiento. Y se puede llevar una vida normal. Con sus matices, pero normal.

Y el amor que vas a recibir a cambio, es lo más hermoso que te va a pasar.


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